Por Enrique Guarín Álvarez.- EGA81259
Hace ya muchos años, cuando era joven y bello, cuando mis ilusiones marcaban el derrotero de mi actuar, cuando las fuerzas me acompañaban y los sueños me mostraban el camino a seguir, cuando la esperanza era tener mi familia en nuestra casa propia, decidí pedir un préstamo a una entidad financiera. Quería mi hogar en una casa propia.
Por aquella época de vitalidad y empuje personal, el UPAC estaba de moda, era la alternativa y la única solución posible para alcanzar lo que tanto quería, era un sistema de crédito que no conocía a fondo, pero era un mecanismo que me permitiría alcanzar lo que para entonces era inalcanzable, así lo decían los anuncios de prensa, las cuñas de radio y los comerciales de la televisión, que no generaban ninguna duda en mi alienado deseo, y por el contrario, fortalecían el optimismo y la credibilidad en mi necesitado corazón.
Toda esa información sustentada en “nobles” leyes de la República, me permitían tener la confianza que eran para mi beneficio y la prosperidad de toda la sociedad, y no para la inmisericorde ganancia egoísta de unos pocos banqueros.
Con esa magnificencia normativa, la ética gubernamental y la generosidad de la banca, yo tenía la seguridad de conseguir eso tan difícil, eso que mi padre no pudo alcanzar y que ya tenía a la vista; mi casa propia para vivir con mi familia sin pagar arriendo. Que dicha.
Esa mañana me levanté feliz, era el día de la cita en el banco, acudí confiado mientras mi esposa se quedó en caso rezándole a San Judas Tadeo santo de las causas imposibles, de los desesperados.
Mi corazón latía fuerte, empujaba sangre por todo el cuerpo, sentía la potencia de su emoción en las manos temblorosas, en la garganta y en el estómago, mi nerviosismo alteraba mi fe, existía la posibilidad que me dijeran que no cumplía los requisitos para el beneficio crediticio. La atención fue magnífica, me trataron como a un príncipe, desde la hermosa recepcionista con profundo descote y corta minifalda, que me regaló un esfero, un pocillo para el café y un almanaque, hasta el elegante gerente quien, sin conocerme, me trató como un verdadero amigo. Oí sus palabras sin escucharlas, solo entendía que yo tendría mi casa pagando una cómoda
mensualidad, como si fuera el arriendo; que tendría que tomar un seguro de vida “Usted sabe, por si las moscas” y que, al cabo de unos años, si era cumplido con las cuotas, yo sería propietario de mi casa. Me dio instrucciones y salimos con mi esposa a buscar la vivienda de nuestras ilusiones.
Que tiempos tan bellos, hasta el esmog de las calles nos agradaba. Con mi esposa comprábamos el periódico los sábados, seleccionábamos en los clasificados las viviendas que nos interesaban y que estaban a nuestro alcance y los domingos, calzábamos los tenis y desde muy temprano caminábamos por barrios sin sentir cansancio. Un par de semanas después, por fin la luz del sol iluminó el recinto que sería nuestro hogar por siempre.
Con el ahorro de muchos años, las cesantías de mi esposa y las mías, completamos el 30% del valor del apartamento que nos enamoró, y juntos fuimos al banco, hicimos todos los trámites que nos indicaron, siempre con la sonrisa en nuestros rostros que denotaba la ilusión del momento y la alegría de un futuro seguro. Respirábamos aire y exhalábamos felicidad.
El banco nos aprobó el préstamo y pudimos firmar la escritura de nuestra vivienda que quedó hipotecada al banco. Ese día, ahí en la notaria, sentí mi primer dolor; el apartamento que compramos no era nuestro, así lo decía la escritura que firmamos, era del banco.
Lo cierto es que nos ENDEUDAMOS durante 25 años por el 70 por ciento del valor del apartamento, pero yo seguía pensando que éramos afortunados, pues a muchas otras parejas no les aprobaban los préstamos y tenían que seguir pagando arriendo y disfrutar la vida pero sin la seguridad en un futuro; en cambio, el banco nos había otorgado un crédito generoso y solidario que, por esas normas sociales y mecanismos crediticios humanos nos permitiría, algún día, des-hipotecar nuestro apartamento y ser felices propietarios. Es que la tranquilidad que le da a uno tener, así sea un ranchito, donde caerse muerto, no tiene comparación; decía mi padre.
Lo cierto es que mientras pagaba el crédito, de mi sueldo, además tenía que
destinar una parte, para mis aportes de pensión, los cuales consignaba en la misma entidad bancaria no solo como señal de agradecimiento por esa amable magnificencia que nos permitiría hacer realidad nuestros sueños de propietarios, sino porque el día que me tocó tomar la decisión de seleccionar el régimen pensional una hermosa promotora-asesora con profundo descote y corta minifalda que me regaló un esfero, un pocillo para el café y un almanaque, me convenció con esos ojitos verdes y pestañas largas como sus piernas que lo mejor era que cotizara a la AFP de propiedad del banco que me prestó para mi vivienda. Y tenga, caí de
nuevo en las promesas que por entonces se promocionaban con los anuncios de prensa, las cuñas de radio y los comerciales de la televisión que no generaban ninguna duda en mi alienado deseo de una pensión justa y digna, y por el contrario, fortalecían el optimismo y la credibilidad en mí necesitada ilusión jubilatoria.
Nos cohibimos de mucho y de todo con tal de cumplir con la cuota mensual al amable y desprendido banco. Llegaron los hijos y ellos también padecieron la consecuencias de mi compromiso con el banco, no tuvieron todos los juguetes y prendas que otros amigos y vecinos si poseyeron.
Mis ingresos no alcanzaban, para colmo, mi esposa quedó sin trabajo por culpa de las maternidades seguidas, hecho que vimos como un regalo de la política laboral al permitirle todo el tiempo necesario para cuidar de los hijos y por ello y para ahorrar, no fueron al jardín, ella los cuidó hasta que entraron a la primaria en un modesto colegio público de barrio, nos faltaban muchas cosas, fuimos a pocos paseos, pocas fiestas, numerosos pretextos y nunca lujos, solo lo necesario, paseos al parque, películas en casa, mucha televisión, pero lo que si tuvimos fue una alimentación saludable que siempre nos permitió tener figuras delgadas.
Al cabo de los años el sistema nos acostumbró a nuestra situación, nos
acomodamos a la realidad que nosotros buscamos y en la que la banca nos
embutió.
Lo cierto es que el tiempo pasaba y el saldo del crédito no bajaba, al contrario, aumentaba. Preocupado por esa triste realidad indagué en el banco, por qué después de pagar 15 años cumplidamente las cuotas, que también aumentaban cada año, aún debía más del triple de lo que me habían prestado. El amable y elegante gerente me explicó que mi inversión había aumentado por la valorización,que ya casi terminaba de pagar los intereses, que pronto empezaría a hacer abonos a capital. Otro pocillo, otro esfero y otro almanaque y salí del banco, esa vez triste.
Al cabo de los años, ya viejo, cansado y mi optimismo derrotado por la realidad, terminé de pagar el crédito. La noche que recibimos la copia de la escritura con la cancelación de la hipoteca celebramos que por fin éramos propietarios y no le debíamos nada a nadie. Fueron pocos los segundos que disfrutamos de la perdida alegría, pues esa efímera dicha se vio interrumpida por las cuentas que hicimos, calculadora en mano, recibos y papeles llegamos a la lamentable, dolorosa e injusta conclusión, pagamos más de cuatro veces el valor del préstamo.
Mi vieja esposa con lágrimas en los ojos, no sé si de alegría o de pena, me sonrió antes de decir con la voz entrecortada y temblorosa. - Es nuestro y eso es lo importante.
Un par de días antes había solicitado información sobre mi pensión y recibí la “buena” noticia que ya tenía derecho a ella, que me reconocerían una pensión equivalente al 30% del valor de mi sueldo promedio, pero que tenía un poco de millones que le darían a mis hijos cuando mi esposa y yo falleciéramos. Durante unos días no quise contar esa “buena” noticia que me retorcía las tripas, que desgarraba mi triste futuro y cortaba el aliento de mis sueños de tranquilidad, pero esa noche, después de las tiernas palabras de mi esposa no aguanté y estallé en llanto, un grito que salió de mi frustración retumbó en la sala y lloré como pocas veces lo había hecho. Pero mi vieja esposa con más lágrimas en los ojos, no sé si de dolor o de angustia, me sonrió antes de decir con la voz entrecortada y temblorosa. - Pero ya tienes apartamento y pensión.
Pocos días después de estar pensionado, mi jefe me llamó y me dijo que quedaba despedido con justa causa, me sacó con una palmada en la espalda y sin indemnización. Luego de 30 años de trabajo, en una de las empresas del grupo del banco que me prestó y de la AFP que me pensionó, salí sin un peso en el bolsillo y sin un centavo ahorrado.
Fue a una honesta, noble, desinteresada y humana entidad financiera a la que le pagué más de cuatro veces el préstamo que me hizo para mí apartamento, a la que le pagué por 30 años un seguro de vida “por si las moscas”, la misma entidad que después de los mismos 30 años, me reconoció una miserable pensión que no alcanza para una subsistencia digna.
Pero para conjurar mi penosa situación, en los albores del lejano horizonte de mis últimos años de vida, esa misma honesta, noble, desinteresada y humana entidad financiera, aún piensa en mi bienestar y el de mi esposa. Que buena, ¿no?
Desea ayudarnos de nuevo, para que mi esposa y yo tengamos una mejor calidad de vida, alcancemos al final de los otoños, la tranquilidad, prosperidad y felicidad que siempre deseamos y merecimos. Esa magnánima entidad financiera ahora tendrá la oportunidad de servirnos de nuevo (o servirse de nuevo de nosotros) nos propondrá que constituyamos una hipoteca inversa respaldada con nuestro luchado apartamento, a cambio, me entregará una pequeña suma de dinero que aumentará
mis exiguos ingresos pensiónales (que ella me paga con el producto del ahorro de toda mi vida) y además, me garantizará, con generoso afecto y total desinterés, que mi vieja y yo podremos seguir habitando en nuestro apartamento hasta el final de nuestros días, que ya no será de nosotros, pues pasará a ser del mismo banco al que le pagamos 4 veces el préstamos otorgado para su compra, y que luego de nuestro fallecimiento ingresará a su pequeño y exiguo capital.
Y esta es la historia de mi vida, trabajé 30 años para conseguir lo que soñé y pronto le entregaré a la misma entidad que se enriqueció con mi trabajo y mis ilusiones. Gracias honesta, noble, desinteresada y humana entidad financiera por permitirme tener mi apartamento y mi pensión.